miércoles, 11 de octubre de 2017

No he querido saber, pero he sabido.



Contaba el maestro Castellote en una de sus clases (y de esto hace ya tres años, cómo pasa el tiempo) que cuando mejor escribió fué cuando se partió una mano y tuvo que teclear sólo con la izquierda. Por desgracia, yo no tengo tanta paciencia. Mi última frikada de este verano fue cambiar la distribución del teclado a Dvorak para aprender a escribir a máquina. Hasta hace cosa de un mes mi velocidad era tan frustrantemente lenta que ni me planteé intentar teclear una entrada larga, y al momento de escribir esto sigo estando algo espeso, pero ya tengo la fluidez suficiente como para no desesperarme a mitad de camino.

De todas formas, es una excusa poco convincente, sobre todo cuando uno ve teclear a Marías. En una máquina del pleistoceno, escrbe todas sus novelas usando únicamente los índices y mirando el teclado. Por suerte, Marías, aunque no sabe teclear, sabe escribir. Y yo, aunque no se escribir y últimamente tampoco lo hago, sí que he seguido leyendo.

Resulta que la universidad, como cierra en verano, presta libros desde Julio hasta Septiembre. Es decir, que te los quedas unos tres meses. Yo, por pura casualidad, cogí Macbeth y Corazón tan blanco, y sólo me enteré de que el segundo venía del primero cuando los ví en una estantería del Fnac, atados el uno al otro como las botellas de Coca-Cola y Jack Daniels en los supermercados. De Macbeth no tengo nada constructivo que decir que no se haya dicho ya - sólo apuntar lo mucho que me sorprende la gente que no es capaz de entender el inglés de Shakespeare (o su traducción). Leerle sigue siendo una auténtica delicia, y no se merece el maltrato al que algunos seres mononeuronales le están sometiendo. Las adaptaciones son innecesarias, patalean el original y alejan muchos más lectores de los que atraen.

    Sí, desgraciadamente esto es real


Sobre Marías sí que voy a extenderme algo más. Hasta este libro sólo le conocía por sus artículos (fantásticos todos) y por Vidas escritas (fantásticas todas), que no es una novela ni se le parece. Frecuentemente se le nombra entre los candidatos al Nobel, así que entré con muchas ganas de leer a un Marías novelista al nivel del Marías escritor, que es insuperable.

Y la verdad es que las primeras páginas son, efectivamente, insuperables. "No he querido saber, pero he sabido", comienza el hipnótico primer capítulo en el que Marías describe de una forma magistral el suicidio de la mujer de Ranz. Como los auténticos maestros, como Federer cuando juega al tenis o Zidane cuando juega al fútbol, Marías va montando la escena, pieza por pieza, como sin esfuerzo, un puzzle en el que, cuando el capítulo acaba, todas las piezas encajan y el cuadro queda completo. Desgraciadamente, el libro no retoma este nivel en ningun punto (aunque es de esperar).

Marías tiene una manera muy particular de escribir - un texto de su puño y letra (o de sus índices derecho e izquierdo, supongo) es inconfundible, en parte por la cantidad de tics que tiene, a saber, el incluir "a saber" siempre y cuando sea gramaticalmente posible. Algunas de estas manías son más tolerables que otras, y a un lector no acostumbrado fácilmente le pueden parecer excesivas. Los que le conocemos ya estamos hechos a ellas, pero ni yo esperaba que no cambiara en nada su voz para novelar. 

No quiero decir con esto que Marías escriba mal, todo lo contrario. Marías es un maravilloso escritor, pero es preso de su inconfundible estilo, que contamina todo lo que toca. El resultado es que la novela no es realmente una novela, al menos de la manera en la que yo las entiendo. Los personajes, sean mujeres, hombres, viejos, jóvenes, españoles o cubanos, todos tienen la inconfundible voz de Marías. Y no sólo los diálogos; la narración y las disquisiciones de Marías se funden en un gran conjunto, muy interesante, porque Marías es muy sagaz e inteligente, pero un conjunto que acaso no debería serlo, al fin y al cabo. Todo acaba resultando una farsa, un decorado de cartón, una tapadera para que Marías hable y hable y hable (o escriba, supongo) sobre todo lo que se le pasa por la cabeza. Se puede argumentar que el saber sin querer, la curiosidad que mata al gato incluso cuando el gato no es curioso, es el tema principal de la novela, pero eso es dejarse muchas cosas en el tintero (o en el teclado, supongo).

Lo cierto es que, de las trescientas o cuatrocientas páginas de la novela, al menos doscientas son tangentes y monólogos de Juan, que, como digo, es Marías con careta. El desarrollo de la novela es completamente artificial; el larguísimo interludio en Nueva York, que no contribuye en nada a la resolución de la trama, viene y se va por obra y gracia del autor, y como tocó el personaje de Berta podría haber tocado cualquier otro. El caso más sangrante es la aparición de los presidentes de España y Reino Unido (Thatcher y ¿Aznar?¿Felipe González? imposible averiguar para alguien tan jóven como yo, más cuando Marías es incapaz de dar pistas en la manera de hablar de los caricaturizados). Marías se saca de la chistera una conversación surrealista para contarnos lo mismo que nos cuenta cada fin de semana en la columna de El País. No es que no me interese, pero la manera de meter con calzador lo que le apeteció contar en el momento en el que tecleó la novela suena a recurso barato. Con Marías cuela por lo gran escritor que es, pero con cualquier otro estas serían señales de mal novelista.

Supongo que mi crítica no es del todo lícita, y está más dirigida al concepto de novela que a lo que hay entre las páginas. Pese a que ni los personajes ni las situaciones son reales, ni pretenden serlo, las observaciones de Marías sobre temas como el matrimonio, el bilingüismo, la promiscuidad en el caso de Berta, o la política, son extremadamente interesantes. Es un gustazo seguirle el hilo a un tío tan elocuente y observador, que es capaz de encontrar la rareza en lo ordinario, de expandir cosas tan casuales como un tío tocando el organillo debajo de la ventana a varias páginas de reflexiones sustanciosas.

En resumen y para dejar de dar vueltas en círculos de una vez, no se si en literatura existe un concepto paralelo al de "cine de autor", pero esta novela sería un perfecto ejemplo. Es posible que Marías haya escrito, bajo un criterio estricto, una novela mediocre, y las críticas que le tachan de autocomplaciente y falto de pulso, aunque no las comparta, son comprensibles. Pero qué bien escribe, qué listo es y cómo disfruto leyéndole.

jueves, 25 de mayo de 2017

Tokio blues (Norwegian Wood)


Ha pasado casi medio año desde que escribí algo en este blog. La vida de universitario, al menos cuando uno cursa una carrera de cierto nivel, es verdaderamente deprimente. Sólo he tenido tiempo de mantener un hobby con regularidad durante el curso (el ajedrez). El resto de mis aficiones las he practicado de manera esporádica, y la cantidad de libros de ficción que leo se ha reducido a casi ninguno, estoy muy lejos del ritmo de dos o tres libros por semana que llevaba hace no mucho. Es algo triste pensar en la manera en la que tengo que acceder a deshumanizarme y abandonar costumbres tan sanas como la literatura, el cine o la música durante casi medio año para aprobar los exámenes, que al final es de lo que se trata. Pero el deber (que no obligación) no entiende de tristezas.

No escribo para lloriquear sobre la vida del estudiante. He terminado los exámenes, al menos hasta las recuperaciones de Junio, y tengo una semana (que se me ha quedado ya en media, qué rápido pasa el tiempo cuando no quieres que se vaya) de relativa libertad, así que me acerqué a la biblioteca de la universidad para llevarme algún libro, ahora que puedo. Yo esperaba unas estanterías gigantes repletas de ejemplares enormes de tapa dura de obras clásicas y manuales de filosofía de esos de ochocientas páginas que sólo lee el que los ha escrito, pero nada más lejos de la realidad. Lo que hay son varias filas de esqueletos metálicos mellados, algunos prácticamente vacíos, y los pocos libros que hay están ya bastante manoseados. De hecho, creo que la biblioteca pequeña que hay cerca de mi casa, pese a tener muchas menos plantas, tiene muchos más libros.

Tras estar quince minutos dando vueltas para convencerme de que, en efecto, allí no había más de lo poco que veía, me dí de frente con unos cuantos libros de Murakami, que, según tengo entendido, lleva siendo un serio candidato al Nobel desde hace ya bastantes años. Después de montar un escándalo tremendo con una máquina de autopréstamo, que un aparato que te deja llevarte el libro a cambio de estorbar a toda la biblioteca con varios pitidos infernales, me llevé Tokio blues, o Norwegian Wood, o las dos cosas. Aún no tengo claro como se titula.

Y el título no es lo único de lo que dudo. La novela trata, a grandes rasgos, sobre Watanabe, un individuo con la personalidad de un bloque de mármol, y sus encuentros con las personas que conoce por el Tokio de los años 60, donde estudia teatro. Toda su vida en Tokio está marcada por el suicidio el año anterior de su mejor amigo, y por su relación con la novia de dicho amigo, Naoko.

 Este Watanabe es un individuo a veces meursaultiano, a veces similar a Nick, de El gran Gatsby. En Gatsby me importa menos que el narrador sea, a efectos, un par de ojos y otro de orejas que nos valga como ventana a la América de la ley seca y los partidos de béisbol amañados, porque en este caso América respira, vive a través de los sentidos de Nick. Nick es un espectador excelente, es observador, perspicaz y sabe escuchar. Nosotros como lectores podemos, entonces, ponernos en el cuerpo de Nick, vivir la historia a través de Nick. Es decir, el narrador es un participante, pero no un protagonista. Murakami intenta encajar a la figura insípida del oyente que nunca habla, del espectador pasivo, con el peso emocional que brota de la personalidad que debe tener un protagonista de una novela de casi cuatrocientas páginas. Y a mí no me funciona.

Digo que me recuerda a Nick porque Watanabe habla poco. De hecho, casi no habla. Se limita a intervenir con monosílabos entre monólogo y monólogo de las personas que conoce, y esta es otra cosa que no me termina de encajar en el libro. En una sociedad tan cerrada como la japonesa (ya ni quiero pensar como sería en los 60), ¿cómo es posible que este muermo de tío conozca y se lleve bien con tanta gente, y tan rara? La única convicción que parece tener en la vida es que le gusta El gran Gatsby (sí, no es broma). Para el resto de cosas es desesperantemente apático. Lo mismo come que no come, lo mismo le da tirarse a tres tías que a ninguna, pasa por clase como quien no quiere la cosa, sin ninguna motivación, arrastrado por la inercia. No articula más de cuatro palabras seguidas y no se habla con nadie. Pese a esto, se hace el mejor amigo de una especie de semidios que saca dieces sin estudiar, tiene cuatro novias y hace lo que le da la gana en la residencia de estudiantes. Este tipo de situaciones son las que sostienen la novela; Watanabe conociendo a auténticos personajes que le cuentan su vida por ninguna razón en concreto más que la de entretener al lector, supongo. Con esto quiero decir que el libro tiene un tufillo a prefabricado, a inorgánico. A "voy a inventarme a un sujeto Y, y voy a hacer que diga X" en vez de "esta persona que vive en mi cabeza qué dirá si se encuentra con esta otra". La progresión de la novela no es natural, no es consecuente con la vida misma. Es ficticia, artificial, y, en ocasiones, completamente ridícula (las últimas cinco páginas son bochornosas).

Otra cosa que me llama la atención es la nula transformación de Watanabe. El tipo que empieza el libro es igual o peor que el que lo acaba. Se hacen referencias en el último cuarto de libro a que "ha madurado", hasta él mismo lo dice. Pero esta supuesta madurez no se refleja en ninguna parte. Sigue siendo el mismo imbécil sin rumbo en la vida que un día se siente triste por no estar con Naoko y al siguiente siente indiferencia mirando a una pareja discutir, que es la misma indiferencia que me produce a mí leer los pensamientos de este chico. Es tan acartonado y tan plano que no me creo ni su alegría ni su tristeza. No me contagia, son sólo palabras en el papel, no hay nada que me lleve a empatizar, a sentir los cambios de ánimo de Watanabe. Para muestra un botón; sus dos últimos actos de madurez son viajar como un vagabundo por Japón perdiéndose un mes de clase por estar muy triste (una vez más, no entiendo el causa-efecto aquí) y correrse cuatro veces dentro de una señora que pasa la cuarentena. Di que sí. Y ya que estamos en el tema, no he leído unas escenas de sexo tan mal escritas en mi vida, amén de que se producen sin ton ni son la mayoría de las veces, pero eso es un tema recurrente en la novela y ya lo he comentado. Tampoco es que me especialice en este tipo de literatura, y quizás el tema no da para mucho más, pero leer variaciones de "y ella me tocó el pito y se me puso grande" (no es literal, pero tampoco anda tan lejos) le baja a uno la moral, aunque Murakami se piense lo contrario.

Le estoy dando mucha cera a este libro, pero también tiene partes buenas. Los personajes ya he comentado que me parecen demasiado pintorescos, y eso me desconcierta, pero Murakami sabe hacerlos hablar. Todos tienen una voz propia y distinguida, y una personalidad marcada. Naoko tiene una manera gráfica, naif de expresarse, una forma casi holística de enlazar temas. Midori es impulsiva, impertinente, malhablada, masculina en su forma de ver el mundo, y es algo que entendemos cuando nos cuenta la historia de su infancia. Reiko es la más cuerda de todas las mujeres del libro, y de sus diálogos se intuye el remordimiento, la fina ironía y el casi nihilismo al que la llevó tener que huir durante ocho años por un crimen que no cometió. Como Watanabe es más una excusa para que el resto del mundo se vuelque a hablar que un participante activo en las conversaciones, suele ser interesante escuchar los destripes que los personajes hacen de sus propias vidas.

Por otra parte, pese a que los pasajes de sexo gratuitos son casi de mal gusto, sí que es interesante ver la relación que cada uno de los integrantes de la novela tiene con su sexualidad, y cómo se convierte en una extensión de la propia filosofía de cada uno. Midori, una chica tocada de cerca por la muerte tras ver a sus padres y abuelos agonizar, acaba tratándola como algo trivial. Con el sexo pasa exactamente lo mismo. Habla de temas tabú sin ningún reparo, se pone minifaldas cortísimas y no se preocupa en que la gente mire. Reiko, que está profundamente marcada por una experiencia lésbica, refleja su crisis de identidad en su ropa, su corte de pelo, sus manerismos andróginos (siempre aparece fumando). La negación de su vida, encerrándose en un sanatorio, refleja en parte la negación de su sexualidad.

Al principio de la entrada dije que el título no es lo único que no tengo claro de esta novela. Y la verdad es que aún no tengo claro si es un libro bueno o malo. Por una parte, las conversaciones tienen matices profundos, los personajes hablan muy bien y la novela es ágil y no pierde el pulso. Por otra parte, las situaciones se me hacen forzadas y algunas son directamente surrealistas, y Murakami intenta que empatice con Watanabe, que tiene la profundidad emocional de un calcetín sudado. En resumen, me gusta donde llega, pero no me creo el como. Me gusta leer la agonía del padre de Midori en el hospital, pero es completamente impensable que, en una tarde de amigos que iban a tener Midori y Watanabe, acabe éste último cuidando del padre moribundo mientras la primera se da un paseo por el parque (?!). Me gusta leer la manera tan peculiar de ver la vida que tiene Nagasawa, pero alguien como Nagasawa nunca perdería el tiempo en hablar con un tipo como Watanabe. Me gusta la historia trágica de Naoko, pero una chica no se enamora del mejor amigo de su novio cuando ni se habla con él. Y menos cuando el novio está criando malvas.

Pone en la contraportada que Murakami tiene algo de hipnótico y opiáceo en su manera de narrar. Eso es innegable, y también es innegable que el libro me ha durado dos días. No sé si el libro es bueno o malo, pero sé que me he entretenido leyéndolo, y con eso me es suficiente. Mañana mismo saco otro, que se me acaba la semana.