jueves, 15 de agosto de 2019

Distopía cuñadil



Se ha puesto de moda emplear cuñao para todo últimamente -todo aquello con lo que uno no está de acuerdo, claro-, y se está perdiendo la verdadera acepción de cuñao, que es, a mi ver, una persona que expresa opiniones muy fuertes sobre temas de los que no entiende lo suficiente.

El tema de "La Manada" es muy dado al cuñadismo. Nadie sabe lo suficiente de derecho como para emitir un juicio desde el sofá de su casa, no digamos ya saber más que los juristas que han trabajado el caso en la Audiencia Provincial y en el Tribunal Superior de Justicia de Navarra (que además cuenta con pruebas que no se han hecho públicas). Aún así, a nadie le tiembla la mano al bajar su mazo personal y dictar sentencia sobre el caso, aunque contradiga a la interpuesta por las autoridades.

Aunque un poco osado, en principio no hay nada malo en tener una opinión sobre el juicio, se puede pensar. Y es verdad. Pero, como he comentado, el cuñadismo se ha apoderado de los temas polémicos y ya nadie tiene reserva ni cautela cuando expresa opiniones sobre estos temas; el monopolio de la corrección política se ocupa de señalar y exterminar disidentes. En este tema en concreto, el tirón mediático ha sido tal que la acusación vió oportuno interponer un recurso al Tribunal Supremo (supongo que no todos los casos similares en los que la acusación está en desacuerdo con la resolución del juicio llegan tan alto). Y el Tribunal Supremo ha tumbado la resolución de los dos anteriores de manera, además, sorprendentemente rotunda.

Personalmente no tengo opiniones especialmente fuertes sobre la sentencia. Lo que decidan los jueces me parece correcto: si ajustándose al marco de la ley es violación, que caiga la sentencia sobre los acusados, y si no, que cumplan con la pena que se les imponga, cualquiera que sea. Lo que me parece llamativo es que se hayan podido llevar a cabo dos apelaciones, quién sabe si consecuencia de la presión social, de las cuales la última, más importante y más cercana al poder, cambia el carácter de la sentencia en gran medida. Suena distópico.

jueves, 21 de junio de 2018

La metamorfosis de Lara Croft



Por lo general, el cine de superhéroes me resulta algo insulso. Creo que no he visto ninguna película del género desde Logan (2017), que tampoco me pareció nada del otro mundo. Sin embargo, no se puede negar que la saga de Batman de Cristopher Nolan ha sido una de las trilogías mas influyentes de lo que llevamos de siglo. El redondo 9,0 que El caballero oscuro tiene en IMDB, y que la coloca como la cuarta mejor película de la historia es excesivo, pero buen delator de lo que opina el demográfico que vota para establecer estas puntuaciones - a las nuevas generaciones les parece una obra maestra.

Esta saga, pues, ha transformado a muchos superhéroes en seres atormentados y oscuros con vidas muy tristes, en lugar de señores en gayumbos que se ostian con malos de vez en cuando. El problema es que, paradójicamente, ellos tampoco pueden escapar de lo que son, y, salvo contadas excepciones, cambiarles hace más mal que bien. Aquella película de El hombre de acero es para echarse a llorar. El "hombre de acero" es Superman, que se nos presenta, en un culebrón de dos horas y media (que se dice pronto), como un Jesucristo emo, hundido por la triste y dura responsabilidad de salvar la tierra, o algo así. Evidentemente, el Superman original moviendo la tierra en sentido contrario para retroceder el tiempo, en uno de los giros de guión mas estúpidos de la historia del cine, es mucho mejor.

Fuera del cine y los superhéroes, la influencia nolanista de humanizar lo sobrenatural también se ha hizo notar. En 2011 salió el Call of Duty:Modern Warfare 3, con una paleta de colores mucho más apagada y sucia que sus predecesores, y abandonando los graficos casi cartoon de Black Ops por un estilo más serio. Los blancos nucleares de Salvage y Terminal en Modern Warfare 2, que hacían contrastar fuertemente a los detalles rojos y amarillos de los mapas y el fuego de las armas, quedaron reemplazados por el gris plomizo de Lockdown y el montón de escombros y vigas de Interchange. Lo mismo ocurrió con Battlefield, que cambió los mapas coloristas, el sonido retumbante de las armas y su diseño redondo y casi infantil de Bad Company 2 por los ya míticos azules tecnológicos, tipografías de monitor LCDs, disparos tableteantes y gráficos agudos y fotorrealistas de Battlefield 3. Rockstar cambiaba su carácter grotesco, soez y excesivo característico de los GTA con L.A Noire, prácticamente una película de cine negro al estilo L.A Confidential hecha jugable. En 2012 llegaba Spec Ops:The Line, del que creo ya haber escrito algo por aquí (y nunca es mal momento para mencionar el fantástico artículo al respecto de Anaitgames, La Delgada Línea Blanca), junto con Max Payne 3, que muestra quizás a la versión más antiheróica del ya antihéroe. Este mismo año salió Far Cry 3, que tiene una de las introducciones más espectaculares que he jugado nunca. Lejos quedaron Doomguy y Duke Nukem, el protagonista de este shooter es un chaval absolutamente acojonado, que apenas puede hablar de lo que le tiembla la voz, y que teme por su vida cuando intenta escapar de sus captores.





Algo menos de un año después, nolanizaron a Lara Croft. Tomb Raider es un reboot de la saga original de PS1, que jugué cuando salió, y del que no guardo mal recuerdo. Ahora, algo más de un lustro después y a pocos meses del lanzamiento de la tercera parte, he jugado a la secuela de 2015, Rise of the Tomb Raider, y la verdad es que es un juego genial.

La ambientación es excelente, los gráficos son prácticamente el límite de lo que llega la tecnología hoy en día, el gunplay es agradable, variado y divertido (sorprendente, hoy por hoy, que se echen en falta más fases de tiros en un shooter en tercera persona), el mapa es enorme y repleto de cosas que hacer, las fases de plataformeo son correctas (acertaron abandonando los QTE innecesarios del Tomb Raider de 2013) y los puzzles, aunque nada del otro mundo, están bastante bien. Lo mejor, sin duda, son las animaciones de los protagonistas. Es probablemente el juego con el reconocimiento facial más fino desde el ya mencionado L.A Noire. Se nota que hay muchísimo presupuesto, y los actores que interpretan a los personajes del juego están espectaculares, hasta el punto de que no hay mucha diferencia entre mirar una escena de este juego y una película. Sólo pincha un poco la chica que interpreta a Lara, que no sé si sobreactúa tanto como parece, o sale mal parada en la fase de transformación de sus movimientos al videojuego, pero tiene un poco de ese efecto Penélope Cruz, que parece que te recuerda constantemente que estas viendo a una actriz, y no al personaje al que interpreta

También tiene sus puntos malos, evidentemente; la historia es exactamente lo mismo que llevamos viendo en todo lo referente al subgénero de cazatesoros - la persona X (en este caso, Lara) quiere obtener un objeto místico de una civilización antigua Y, pero la compañía malvada Z ha puesto en marcha todos sus recursos para obtenerlo antes, los diálogos no son demasiado inspirados, y la coherencia no es el punto fuerte del hilo argumental. Pero en general, no empañan el resultado del juego, que me sorprendió muy gratamente.

Y lo más sorprendente es el personaje de Lara. Si bien, como he comentado antes, la actuación no es la mejor, y su historia no es la más interesante, está profundamente documentada en el juego, y hay un intento de darle profundidad al personaje. Bastante llamativo dado el pasado de Lara Croft, que siempre ha sido la femme fatale por excelencia del videojuego, ese estereotipo tan machacado, remachacado y vuelto a machacar que, a estas alturas, casi carece de interés.



Lara ahora mola mucho más. Se asombra con los paisajes y escenarios de las montañas de Kitezh, lee con interés los restos de la propaganda soviética que aún quedan dispersos en el mundo, se fascina con los objetos de civilizaciones perdidas que encuentra en las ruinas y pueblos a los que viaja. Porque, aunque no se había hecho hincapié en ello hasta ahora, es arqueóloga. Ya no tiene una Desert Eagle del calibre 50 en cada mano, ahora usa un arco que dispara flechas hechas por ella misma con la madera de los árboles y las plumas de los pájaros que despelleja en sus viajes. Tampoco viste ya los trajes exuberantes de Tomb Raider 3, que han sido reemplazados por ropa de camuflaje ancha, sangrienta y roída de arrastrarse por el suelo, trepar paredes y engancharse con rocas escalando. Las escenas de las muertes de Lara cuando cae en una trampa son durísimas, desde golpes secos a la cabeza a lanzas entrando por un lado de su cuello y sailendo por el otro. Intenta pelear cuerpo a cuerpo, pero de una manera torpe e inexperta - agita su pico de escalar de un lado a otro como si se tratase de un martillo de lanzamiento y asfixia a enemigos desprevenidos usando, con más pena que gloria, el cuerpo del arco. Se seca la coleta cuando sale del agua, se retuerce para pasar entre huecos estrechos de cuevas recónditas. El nivel de detalle en todo lo referente al personaje, en resumen, es excelente. Lara ha pasado de ser un muñeco cualquiera a ser ella misma. 

Al final, no se trata de forzar seriedad en temas que no lo tienen (o lo contrario, forzar humor en situaciones en las que no viene a cuento, como Marvel). Superman era más guay cuando sólo era un tío en gayumbos y Lara Croft es más guay como exploradora pijilla que busca la redención de su familia mientras pasa penurias a lo Di Caprio en El Renacido. Es cuestión de encontrar una identidad, de dejar a los personajes ser lo que son, y no intentar empotrarles en la última moda o cliché. Quizá nosotros también deberíamos aplicarnos el cuento.


miércoles, 11 de octubre de 2017

No he querido saber, pero he sabido.



Contaba el maestro Castellote en una de sus clases (y de esto hace ya tres años, cómo pasa el tiempo) que cuando mejor escribió fué cuando se partió una mano y tuvo que teclear sólo con la izquierda. Por desgracia, yo no tengo tanta paciencia. Mi última frikada de este verano fue cambiar la distribución del teclado a Dvorak para aprender a escribir a máquina. Hasta hace cosa de un mes mi velocidad era tan frustrantemente lenta que ni me planteé intentar teclear una entrada larga, y al momento de escribir esto sigo estando algo espeso, pero ya tengo la fluidez suficiente como para no desesperarme a mitad de camino.

De todas formas, es una excusa poco convincente, sobre todo cuando uno ve teclear a Marías. En una máquina del pleistoceno, escrbe todas sus novelas usando únicamente los índices y mirando el teclado. Por suerte, Marías, aunque no sabe teclear, sabe escribir. Y yo, aunque no se escribir y últimamente tampoco lo hago, sí que he seguido leyendo.

Resulta que la universidad, como cierra en verano, presta libros desde Julio hasta Septiembre. Es decir, que te los quedas unos tres meses. Yo, por pura casualidad, cogí Macbeth y Corazón tan blanco, y sólo me enteré de que el segundo venía del primero cuando los ví en una estantería del Fnac, atados el uno al otro como las botellas de Coca-Cola y Jack Daniels en los supermercados. De Macbeth no tengo nada constructivo que decir que no se haya dicho ya - sólo apuntar lo mucho que me sorprende la gente que no es capaz de entender el inglés de Shakespeare (o su traducción). Leerle sigue siendo una auténtica delicia, y no se merece el maltrato al que algunos seres mononeuronales le están sometiendo. Las adaptaciones son innecesarias, patalean el original y alejan muchos más lectores de los que atraen.

    Sí, desgraciadamente esto es real


Sobre Marías sí que voy a extenderme algo más. Hasta este libro sólo le conocía por sus artículos (fantásticos todos) y por Vidas escritas (fantásticas todas), que no es una novela ni se le parece. Frecuentemente se le nombra entre los candidatos al Nobel, así que entré con muchas ganas de leer a un Marías novelista al nivel del Marías escritor, que es insuperable.

Y la verdad es que las primeras páginas son, efectivamente, insuperables. "No he querido saber, pero he sabido", comienza el hipnótico primer capítulo en el que Marías describe de una forma magistral el suicidio de la mujer de Ranz. Como los auténticos maestros, como Federer cuando juega al tenis o Zidane cuando juega al fútbol, Marías va montando la escena, pieza por pieza, como sin esfuerzo, un puzzle en el que, cuando el capítulo acaba, todas las piezas encajan y el cuadro queda completo. Desgraciadamente, el libro no retoma este nivel en ningun punto (aunque es de esperar).

Marías tiene una manera muy particular de escribir - un texto de su puño y letra (o de sus índices derecho e izquierdo, supongo) es inconfundible, en parte por la cantidad de tics que tiene, a saber, el incluir "a saber" siempre y cuando sea gramaticalmente posible. Algunas de estas manías son más tolerables que otras, y a un lector no acostumbrado fácilmente le pueden parecer excesivas. Los que le conocemos ya estamos hechos a ellas, pero ni yo esperaba que no cambiara en nada su voz para novelar. 

No quiero decir con esto que Marías escriba mal, todo lo contrario. Marías es un maravilloso escritor, pero es preso de su inconfundible estilo, que contamina todo lo que toca. El resultado es que la novela no es realmente una novela, al menos de la manera en la que yo las entiendo. Los personajes, sean mujeres, hombres, viejos, jóvenes, españoles o cubanos, todos tienen la inconfundible voz de Marías. Y no sólo los diálogos; la narración y las disquisiciones de Marías se funden en un gran conjunto, muy interesante, porque Marías es muy sagaz e inteligente, pero un conjunto que acaso no debería serlo, al fin y al cabo. Todo acaba resultando una farsa, un decorado de cartón, una tapadera para que Marías hable y hable y hable (o escriba, supongo) sobre todo lo que se le pasa por la cabeza. Se puede argumentar que el saber sin querer, la curiosidad que mata al gato incluso cuando el gato no es curioso, es el tema principal de la novela, pero eso es dejarse muchas cosas en el tintero (o en el teclado, supongo).

Lo cierto es que, de las trescientas o cuatrocientas páginas de la novela, al menos doscientas son tangentes y monólogos de Juan, que, como digo, es Marías con careta. El desarrollo de la novela es completamente artificial; el larguísimo interludio en Nueva York, que no contribuye en nada a la resolución de la trama, viene y se va por obra y gracia del autor, y como tocó el personaje de Berta podría haber tocado cualquier otro. El caso más sangrante es la aparición de los presidentes de España y Reino Unido (Thatcher y ¿Aznar?¿Felipe González? imposible averiguar para alguien tan jóven como yo, más cuando Marías es incapaz de dar pistas en la manera de hablar de los caricaturizados). Marías se saca de la chistera una conversación surrealista para contarnos lo mismo que nos cuenta cada fin de semana en la columna de El País. No es que no me interese, pero la manera de meter con calzador lo que le apeteció contar en el momento en el que tecleó la novela suena a recurso barato. Con Marías cuela por lo gran escritor que es, pero con cualquier otro estas serían señales de mal novelista.

Supongo que mi crítica no es del todo lícita, y está más dirigida al concepto de novela que a lo que hay entre las páginas. Pese a que ni los personajes ni las situaciones son reales, ni pretenden serlo, las observaciones de Marías sobre temas como el matrimonio, el bilingüismo, la promiscuidad en el caso de Berta, o la política, son extremadamente interesantes. Es un gustazo seguirle el hilo a un tío tan elocuente y observador, que es capaz de encontrar la rareza en lo ordinario, de expandir cosas tan casuales como un tío tocando el organillo debajo de la ventana a varias páginas de reflexiones sustanciosas.

En resumen y para dejar de dar vueltas en círculos de una vez, no se si en literatura existe un concepto paralelo al de "cine de autor", pero esta novela sería un perfecto ejemplo. Es posible que Marías haya escrito, bajo un criterio estricto, una novela mediocre, y las críticas que le tachan de autocomplaciente y falto de pulso, aunque no las comparta, son comprensibles. Pero qué bien escribe, qué listo es y cómo disfruto leyéndole.

jueves, 25 de mayo de 2017

Tokio blues (Norwegian Wood)


Ha pasado casi medio año desde que escribí algo en este blog. La vida de universitario, al menos cuando uno cursa una carrera de cierto nivel, es verdaderamente deprimente. Sólo he tenido tiempo de mantener un hobby con regularidad durante el curso (el ajedrez). El resto de mis aficiones las he practicado de manera esporádica, y la cantidad de libros de ficción que leo se ha reducido a casi ninguno, estoy muy lejos del ritmo de dos o tres libros por semana que llevaba hace no mucho. Es algo triste pensar en la manera en la que tengo que acceder a deshumanizarme y abandonar costumbres tan sanas como la literatura, el cine o la música durante casi medio año para aprobar los exámenes, que al final es de lo que se trata. Pero el deber (que no obligación) no entiende de tristezas.

No escribo para lloriquear sobre la vida del estudiante. He terminado los exámenes, al menos hasta las recuperaciones de Junio, y tengo una semana (que se me ha quedado ya en media, qué rápido pasa el tiempo cuando no quieres que se vaya) de relativa libertad, así que me acerqué a la biblioteca de la universidad para llevarme algún libro, ahora que puedo. Yo esperaba unas estanterías gigantes repletas de ejemplares enormes de tapa dura de obras clásicas y manuales de filosofía de esos de ochocientas páginas que sólo lee el que los ha escrito, pero nada más lejos de la realidad. Lo que hay son varias filas de esqueletos metálicos mellados, algunos prácticamente vacíos, y los pocos libros que hay están ya bastante manoseados. De hecho, creo que la biblioteca pequeña que hay cerca de mi casa, pese a tener muchas menos plantas, tiene muchos más libros.

Tras estar quince minutos dando vueltas para convencerme de que, en efecto, allí no había más de lo poco que veía, me dí de frente con unos cuantos libros de Murakami, que, según tengo entendido, lleva siendo un serio candidato al Nobel desde hace ya bastantes años. Después de montar un escándalo tremendo con una máquina de autopréstamo, que un aparato que te deja llevarte el libro a cambio de estorbar a toda la biblioteca con varios pitidos infernales, me llevé Tokio blues, o Norwegian Wood, o las dos cosas. Aún no tengo claro como se titula.

Y el título no es lo único de lo que dudo. La novela trata, a grandes rasgos, sobre Watanabe, un individuo con la personalidad de un bloque de mármol, y sus encuentros con las personas que conoce por el Tokio de los años 60, donde estudia teatro. Toda su vida en Tokio está marcada por el suicidio el año anterior de su mejor amigo, y por su relación con la novia de dicho amigo, Naoko.

 Este Watanabe es un individuo a veces meursaultiano, a veces similar a Nick, de El gran Gatsby. En Gatsby me importa menos que el narrador sea, a efectos, un par de ojos y otro de orejas que nos valga como ventana a la América de la ley seca y los partidos de béisbol amañados, porque en este caso América respira, vive a través de los sentidos de Nick. Nick es un espectador excelente, es observador, perspicaz y sabe escuchar. Nosotros como lectores podemos, entonces, ponernos en el cuerpo de Nick, vivir la historia a través de Nick. Es decir, el narrador es un participante, pero no un protagonista. Murakami intenta encajar a la figura insípida del oyente que nunca habla, del espectador pasivo, con el peso emocional que brota de la personalidad que debe tener un protagonista de una novela de casi cuatrocientas páginas. Y a mí no me funciona.

Digo que me recuerda a Nick porque Watanabe habla poco. De hecho, casi no habla. Se limita a intervenir con monosílabos entre monólogo y monólogo de las personas que conoce, y esta es otra cosa que no me termina de encajar en el libro. En una sociedad tan cerrada como la japonesa (ya ni quiero pensar como sería en los 60), ¿cómo es posible que este muermo de tío conozca y se lleve bien con tanta gente, y tan rara? La única convicción que parece tener en la vida es que le gusta El gran Gatsby (sí, no es broma). Para el resto de cosas es desesperantemente apático. Lo mismo come que no come, lo mismo le da tirarse a tres tías que a ninguna, pasa por clase como quien no quiere la cosa, sin ninguna motivación, arrastrado por la inercia. No articula más de cuatro palabras seguidas y no se habla con nadie. Pese a esto, se hace el mejor amigo de una especie de semidios que saca dieces sin estudiar, tiene cuatro novias y hace lo que le da la gana en la residencia de estudiantes. Este tipo de situaciones son las que sostienen la novela; Watanabe conociendo a auténticos personajes que le cuentan su vida por ninguna razón en concreto más que la de entretener al lector, supongo. Con esto quiero decir que el libro tiene un tufillo a prefabricado, a inorgánico. A "voy a inventarme a un sujeto Y, y voy a hacer que diga X" en vez de "esta persona que vive en mi cabeza qué dirá si se encuentra con esta otra". La progresión de la novela no es natural, no es consecuente con la vida misma. Es ficticia, artificial, y, en ocasiones, completamente ridícula (las últimas cinco páginas son bochornosas).

Otra cosa que me llama la atención es la nula transformación de Watanabe. El tipo que empieza el libro es igual o peor que el que lo acaba. Se hacen referencias en el último cuarto de libro a que "ha madurado", hasta él mismo lo dice. Pero esta supuesta madurez no se refleja en ninguna parte. Sigue siendo el mismo imbécil sin rumbo en la vida que un día se siente triste por no estar con Naoko y al siguiente siente indiferencia mirando a una pareja discutir, que es la misma indiferencia que me produce a mí leer los pensamientos de este chico. Es tan acartonado y tan plano que no me creo ni su alegría ni su tristeza. No me contagia, son sólo palabras en el papel, no hay nada que me lleve a empatizar, a sentir los cambios de ánimo de Watanabe. Para muestra un botón; sus dos últimos actos de madurez son viajar como un vagabundo por Japón perdiéndose un mes de clase por estar muy triste (una vez más, no entiendo el causa-efecto aquí) y correrse cuatro veces dentro de una señora que pasa la cuarentena. Di que sí. Y ya que estamos en el tema, no he leído unas escenas de sexo tan mal escritas en mi vida, amén de que se producen sin ton ni son la mayoría de las veces, pero eso es un tema recurrente en la novela y ya lo he comentado. Tampoco es que me especialice en este tipo de literatura, y quizás el tema no da para mucho más, pero leer variaciones de "y ella me tocó el pito y se me puso grande" (no es literal, pero tampoco anda tan lejos) le baja a uno la moral, aunque Murakami se piense lo contrario.

Le estoy dando mucha cera a este libro, pero también tiene partes buenas. Los personajes ya he comentado que me parecen demasiado pintorescos, y eso me desconcierta, pero Murakami sabe hacerlos hablar. Todos tienen una voz propia y distinguida, y una personalidad marcada. Naoko tiene una manera gráfica, naif de expresarse, una forma casi holística de enlazar temas. Midori es impulsiva, impertinente, malhablada, masculina en su forma de ver el mundo, y es algo que entendemos cuando nos cuenta la historia de su infancia. Reiko es la más cuerda de todas las mujeres del libro, y de sus diálogos se intuye el remordimiento, la fina ironía y el casi nihilismo al que la llevó tener que huir durante ocho años por un crimen que no cometió. Como Watanabe es más una excusa para que el resto del mundo se vuelque a hablar que un participante activo en las conversaciones, suele ser interesante escuchar los destripes que los personajes hacen de sus propias vidas.

Por otra parte, pese a que los pasajes de sexo gratuitos son casi de mal gusto, sí que es interesante ver la relación que cada uno de los integrantes de la novela tiene con su sexualidad, y cómo se convierte en una extensión de la propia filosofía de cada uno. Midori, una chica tocada de cerca por la muerte tras ver a sus padres y abuelos agonizar, acaba tratándola como algo trivial. Con el sexo pasa exactamente lo mismo. Habla de temas tabú sin ningún reparo, se pone minifaldas cortísimas y no se preocupa en que la gente mire. Reiko, que está profundamente marcada por una experiencia lésbica, refleja su crisis de identidad en su ropa, su corte de pelo, sus manerismos andróginos (siempre aparece fumando). La negación de su vida, encerrándose en un sanatorio, refleja en parte la negación de su sexualidad.

Al principio de la entrada dije que el título no es lo único que no tengo claro de esta novela. Y la verdad es que aún no tengo claro si es un libro bueno o malo. Por una parte, las conversaciones tienen matices profundos, los personajes hablan muy bien y la novela es ágil y no pierde el pulso. Por otra parte, las situaciones se me hacen forzadas y algunas son directamente surrealistas, y Murakami intenta que empatice con Watanabe, que tiene la profundidad emocional de un calcetín sudado. En resumen, me gusta donde llega, pero no me creo el como. Me gusta leer la agonía del padre de Midori en el hospital, pero es completamente impensable que, en una tarde de amigos que iban a tener Midori y Watanabe, acabe éste último cuidando del padre moribundo mientras la primera se da un paseo por el parque (?!). Me gusta leer la manera tan peculiar de ver la vida que tiene Nagasawa, pero alguien como Nagasawa nunca perdería el tiempo en hablar con un tipo como Watanabe. Me gusta la historia trágica de Naoko, pero una chica no se enamora del mejor amigo de su novio cuando ni se habla con él. Y menos cuando el novio está criando malvas.

Pone en la contraportada que Murakami tiene algo de hipnótico y opiáceo en su manera de narrar. Eso es innegable, y también es innegable que el libro me ha durado dos días. No sé si el libro es bueno o malo, pero sé que me he entretenido leyéndolo, y con eso me es suficiente. Mañana mismo saco otro, que se me acaba la semana.

martes, 22 de noviembre de 2016

Orgullo

Acaba de terminar al momento de teclear esto la octava partida del campeonato mundial de ajedrez, que se está jugando en Nueva York. Magnus Carlsen, el actual campeón, defiende el título ante Sergey Karjakin, el ruso del que ya escribí en la entrada Presión en este blog. Por aquel entonces se estaba jugando el torneo de candidatos que daba acceso a este match por el título mundial, y Karjakin había vencido a Nakamura con negras, estableciéndose así como uno de los favoritos para conseguir el pasaporte a Nueva York, que efectivamente acabó ganando en una última ronda preciosa contra Fabiano Caruana, colíder junto a Sergey en esa última partida, en la que el italo-americano se comió un sacrificio de torre espectacular.





Nadie daba un duro por Karjakin en el torneo de candidatos y aún menos en el match contra Carlsen. Magnus es, objetivamente, el mejor jugador de la historia del ajedrez. En otros deportes es debatible si, por ejemplo, Jordan fue mejor que Kobe o Maradona mejor que Messi. En ajedrez no. Los motores de análisis son implacables y tienen un nivel de juego muy superior al de cualquier humano; hoy en día cualquier teléfono puede aplastar al propio Magnus sin ningún problema. Y las máquinas dicen que, de todos los campeones del mundo, Carlsen es sencillamente el que menos errores comete. Carlsen tiene la constancia, la fineza y la imaginativa para sacar agua de las piedras. En posiciones casi iguales, aburridas, prácticamente agotadas, Magnus es capaz de sacar una idea brillante con la que torturar a su rival durante sesenta movimientos si hace falta hasta que éste ceda. No es un jugador que necesite grandes golpes tácticos o combinaciones artísticas para ganar partidas como Kasparov o Fischer, es más un talento natural como Capablanca, con una técnica finísima para los finales y un hambre de victoria que le hace llegar hasta que solo queden los reyes en el tablero si hace falta antes de conceder unas tablas.

Karjakin, en cambio, no ha tenido la atención mediática de Carlsen. Ha estado siendo durante diez años un buen jugador ruso de entre tantos, y asuntos como su reiterado apoyo a Putin y la anexión de Crimea (de hecho él es ucraniano de nacimiento), su declarada homofobia y el terrible tartamudeo que sufre cuando habla en inglés no han ayudado a que sea el favorito de la prensa, precisamente. Para este campeonato ha tenido, dicen las malas lenguas, un cheque en blanco de parte del gobierno Ruso, y entre su equipo de preparadores confirmados están el mejor jugador azerbaiyano del mundo,
Shakhriyar Mamedyarov, el ganador del último memorial Tal y uno de los jugadores más talentosos de Rusia, Ian Nepomniachtchi, y Anna Chakvetadze, una tenista ex-top 10 mundial como preparadora física. Entre los no confirmados, suenan nombres como el ex-campeón mundial Vladimir Kramnik o el mismísimo Kárpov. Aún así, Carlsen era el claro favorito...hasta hoy.



El propio Carlsen no ha parecido tener especial respeto hacia Karjakin ya desde la primera partida. Cuando todos estábamos esperando una discusión teórica, ver la temida preparación rusa contra Magnus, el noruego jugó la apertura Trompowsky (1.d4 Cf6 2.Ag5) sólo por que le pareció gracioso usarla días después de la elección de Trump como presidente. Esta línea no pone a las negras en demasiados aprietos y Karjakin hizo tablas sin problemas. En otra ocasión, Carlsen estaba directamente echándose una siestecita mientras Karjakin pensaba, algo que ya hizo en su anterior defensa del título contra Vishy Anand.




Pero más llamativa aún es la estrategia que Karjakin está empleando en este match. Vamos a llegar a la octava partida y no hay ni rastro de la temida preparación rusa. Nada. Magnus ha salido mejor preparado, y con diferencia, en todas las partidas que se han jugado hasta ahora. Karjakin está quedando peor en todas las aperturas, pero no le importa. Hace tablas rápidas con blancas y, si tiene que sufrir, sufre con negras, pero aguanta tenazmente las embestidas de Carlsen. En todas las ocasiones en las que Karjakin ha tenido que debatir entre una posición superior pero compleja y otra ligeramente peor pero con una defensa clara, el ruso no ha dudado. Y esta aparente falta de ambición está dando buenos resultados.

Carlsen tuvo posiciones con clara ventaja en las partidas 3 y 4 (de hecho, en una de ellas el superordenador noruego que analiza todas las partidas de Magnus veía un mate forzado en 40 para el campeón), pero se vió incapaz de convertir ante la espectacular resistencia del ruso. "Ministro de defensa" Karjakin, como algunos le llaman, tiene una habilidad sobrenatural para aguantar posiciones inferiores. Y ya en la quinta partida vimos a un Magnus frustrado, que se metió en serios problemas por querer convertir demasiado pronto una posición en la que se puede decir, sin miedo a la equivocación, que el campeón perdió el juicio. En un golpe de soberbia, en apuros de tiempo, Magnus comprometió la posición de su rey con 38.g4?!. Carlsen pensó que estaba ganando la partida y no iba a tener que preocuparse por la seguridad de su monarca en la vida, pero la precisa respuesta 38...h5! de Karjakin, abriendo la columna h, puso en muchos, muchos problemas al noruego, que debería dar gracias al cielo de no acabar perdiendo esa partida.Por el contrario, las caras que vimos en la sala de prensa fueron estas.






Y con estos antecedentes llegamos a la partida de hoy, que ha sido sencillamente impresionante. Qué bonito es el ajedrez. Carlsen ha abierto con la Colle-Tartakower, un sistema poco ambicioso, pero no profundamente analizado, que a día de hoy es lo que más se busca. Muchas líneas populares han sido analizadas casi hasta las tablas, y Magnus no quiere comprobar hasta dónde ha llegado Sergey en su preparación. En la página que uso para seguir la retransmisión del campeonato cambio de vez en cuando entre la retransmisión inglesa y la española. En una de las veces que enganché esta última, estaban en una videollamada con Paco Vallejo, el mejor jugador español de la historia y top 30 del mundo, que hablaba de cómo Carlsen estaba jugando raro, y no entendía muchas de sus decisiones ya cerca del movimiento 20. En la inglesa, Peter Svidler, siete veces campeón de Rusia y top 15 del mundo, definió 19.Nb5 como "a bit of a taunt", que es la manera educada de decir que el campeón estaba mamoneando, y Jan Gustaffson directamente acusaba a Magnus de estar jugando con fuego al ver 24.bxc4?!.



 Llegado el movmiento 30 ya estaban los dos jugadores en apuros de tiempo, con unos cinco minutos por lado, y Magnus entró en la espiral descendente más llamativa que he visto nunca en directo. Svidler estaba prácticamente esperando el momento en el que los jugadores se dieran la mano y firmaran las tablas cuando Carlsen jugó 31.h3?!, entregando un peón limpio con tal de evitar otro empate. A partir de este momento ya nadie entendía lo que estaba pasando. Magnus había decidido imponer su orgullo a la verdad universal que dictaba la posición sobre el tablero. Acto seguido, terminaba de culminar su caída con 35.c5??, que permitía una combinación de Karjakin en la que quedaba con un peón de más, pasado y sin oposición. Los módulos daban ventaja decisiva para el ruso, que no dio con el movimiento crítico en apuros de tiempo (según Svidler, esto no es excusa para un jugador de su categoría), y se dejó un truquito que Carlsen aprovechó, 38.Cxe6+!, restaurando la igualdad en la partida con los relojes de los jugadores llenos de tiempo para los siguientes veinte movimientos.


Yo supuse que Carlsen ya había andado suficiente sobre la cuerda floja por hoy, y que un jaque perpetuo estaba al caer, acabando la partida en tablas. Pues no. Carlsen, para sorpresa de todos, se empeñó en seguir jugando una posición en la que no tenía ninguna ventaja, y en la que, de hecho, se estaba jugando el cuello. Svidler decía estar "At a loss of words". Magnus se había empeñado en que sin una victoria no se iba a su hotel, y, efectivamente, hubo una victoria. De su rival. Después de 51.Qe6??, Carlsen estaba perdido. 51...h5!! 52.h4 a2, y el noruego se rindió. A la tercera va la vencida, dicen, y vaya que si le vencieron. Resulta que la preparación rusa no es una novedad en el movimiento 24 de la apertura española, sino poner al campeón a jugar contra sí mismo. Contra su orgullo. ¿Será capaz de vencerse?


viernes, 11 de noviembre de 2016

El Jugador



Es de muy mal gusto escoger una lectura por el ancho de su lomo, pero teniendo en cuenta que cogiera el libro que cogiera no me lo iba a llevar a casa y que me estoy reservando la lectura del próximo novelón para cuando tenga tiempo (probablemente en navidad), no me quedaba otra. Según dejaba La familia de Pascual Duarte en la estantería de la biblioteca (magnética novela que me duró literalmente una sentada) me topé de frente con los libros de Dostoyevski, supongo que por eso de que la "D" va después de la "C". Los Karamazov me hacían ojitos, pero tuve que rechazarlos por lo mencionado anteriormente, eso de la gordofobia literaria. Justo a la derecha de los dos imponentes volúmenes karamazóvicos había tres ejemplares de una novela corta, delgada. Amor a primera vista. Agarré el menos deteriorado de los tres ejemplares y empecé mi lectura de El jugador.

Qué manera de narrar tiene Dostoyevski, qué fuerza, qué intensidad. El psicólogo/escritor esta vez toma la voz de Alekséi Ivánovich, un sujeto pusilánime que se ve arrastrado por la fuerza unas veces del amor, otras del juego. Alekséi se encuentra en Wiesbaden como tutor de una familia rusa de clase alta, o al menos eso quieren aparentar. Lo cierto es que ninguno de los allí presentes tiene un ochavo y están esperando a que muera la tía del cabeza de familia, el General, para heredar y saldar las deudas, de las que todos están hasta el cuello. Todos menos Alekséi, que la única razon por la que sigue ligado a la familia es Polina Aleksándrovna, la hijastra del general.

Vaya mujer. Cuanto menos recibe, más le da el pazguato de Aléksei, que se desvive por ella y poco le falta para acabar como Werther. Polina conoce las intenciones de Ivánovich, y le pone a prueba una y otra vez, esperando ver un mínimo de integridad dentro del futuro ludópata, pero no hay manera. El tipo está perdidamente enamorado y no tiene la fuerza de voluntad ni el carácter para sacarse de esa esclavitud, y cuanto más le ignora y le falta al respeto Polina, más se enamora.

Y alrededor de la mitad de la novela se presenta, en silla y con miles de rublos para jugar, la mismísima tía del general, "la abuela", con sus setenta y cinco años y sin poder plantar los pies en el suelo. Ni muerta ni moribunda, Antonida Vasílevna se va directamente de la estación de tren al casino, para desgracia del general, que ya se ve venir que no va heredar ni un rublo.

La contraportada y el prólogo de la edición que he leído afirman que esta novela es casi autobiográfica, que Dostoyevski tuvo muchos problemas con el juego y el amor, y que, de hecho, se vió obligado a salir de Rusia por miedo a la cárcel. No hay motivos para dudarlo, desde luego. El jugador fue una novela dictada, no escrita, y se nota que pierde en profundidad y en extensión respecto a Crimen y castigo, pero no pierde ni un ápice de intensidad. Dostoievski, al igual que la abuela, vivía por la tensión de la apuesta, por el miedo a perder la última moneda y por la efímera alegría de ganar en la ruleta, por ese estado de ebriedad en el que todo lo importante en el mundo es la bolita giratoria y los números en los que cae. Pasan las páginas y uno se contagia de esa sensación a la que son sometidos los personajes por el azar, algo que yo casi tenía olvidado desde que me jugaba los cromos de la liga cuando era niño, cuando los tirábamos en los bancos de la calle a ver cual llegaba más lejos.

Al final, como en todas las novelas realistas, las cosas acaban como tienen que acabar, es decir, con el general sin un duro, la abuela de vuelta a Rusia habiendo perdido prácticamente todo menos su casa, Aléksei metido en el juego para escapar del amor y perdiendo en las dos cosas, y yo teniendo que escribir una entrada del tirón nada más acabar para bajar pulsaciones. Qué hondo llega su retrato del alma, qué forma de plasmar los tormentos del hombre. Qué manera de narrar tiene Dostoyevski.

Dos cosas quiere el hombre auténtico: peligro y juego. Por ello quiere a la mujer: el más peligroso de los juegos. - Friedrich Nietzsche


jueves, 3 de noviembre de 2016

Políticamente incorrecto



Me encanta pasearme por las estanterías de las bibliotecas. Es como una tienda de golosinas gigante en la que puedes rechupetear todo lo que quieras. Igual que con las chuches, uno se lleva algún disgusto de vez en cuando, por ejemplo, en la biblioteca más cercana a mi casa sólo tienen tres libros de Platón, que es algo así como darse cuenta de que ya no quedan gominolas con forma de botella de coca-cola y solo hay nubes de esas que se pegan al cielo de la boca cuando se muerden. Pero, por suerte, la mayoría de veces me encuentro con cosas curiosas y se me pasan las horas cogiendo y dejando libros.

Paseando por la estantería de Literatura me topé con el nombre de Javier Marías, que yo esperaba encontrar más bien en Novelas. Marías tiene un sentido del humor finísimo, un compás político que no gira en el eje de las derechas y las izquierdas, sino en el del sentido común, una cultura inmensa y una facilidad pasmosa para transmitir las ideas de su cabeza al papel manteniendo su personalidad y estilo sin recurrir a florituras ni altanerías.

Resulta que Alfaguara recoge todos los artículos que Marías escribe en El País a lo largo de unos dos años y los publica. Todavía no he visto ninguno posterior al 2007, pero cada día que los leo me sorprendo al ver que tratan temas de actualidad. Artículos de hace trece años podrían ser publicados hoy mismo y quedarían como un guante en cualquier periódico. En varios de estos artículos, Marías escribe sobre la indignabilidad en la que vivimos hoy en día. Desde el "dolor de hígado" (sic) que le produce Jiménez Losantos por las mañanas a los que saltan al cuello cuando algún valiente expresa una opinión distinta a lo políticamente correcto. El primero me es indiferente, pero los segundos son los sujetos más peligrosos de la sociedad de hoy en día.

Donald Trump es uno de esos personajes que dan más risa que rabia, como Kim Jong-Un o Hugo Chávez, entre otros. Parecen parodias de sí mismos, son sujetos tan pintorescos que ni el más imaginativo de los escritores los podría haber creado. Trump en concreto tiene una forma curiosísima de hablar: repite varias veces, y con mucha confianza, frases cortas y sintácticamente simples, en las que habla de sí mismo como la única salvación para la decadencia en la que los demócratas han sumido a América. Escuchando lo que dice uno pensaría que ya ha ganado las elecciones antes de empezarlas.

Pues bien, hace unas semanas salió a la luz una conversación privada de Trump con un presentador de televisión en la que ambos demuestran una inteligencia emocional y un sentido del humor similares a los de un quinceañero. Supongo que todo el que lea esto estará al tanto de lo que se cuentan el uno al otro, que es más o menos lo que me toca a mí leer en el whatsapp unas veintitrés veces al día, y lo que me toca escuchar otras tantas cada fin de semana que me despegan del tablero de ajedrez para conservar las amistades. En un acto de hipocresía vergonzoso, el mundo entero ha decidido indignarse muy profundamente por la conversación jocosa que este señor estaba teniendo con su amigo. Es decir, después de todas las burradas que ha pronunciado este personaje, su clavo en el ataúd no va a ser apelar descaradamente a lo más rancio y paleto de la América profunda o el hecho de no tener ninguna experiencia como político, sino decir que (sorpresa), tiene dinero y se tira a la que le de la gana.

El pasado cuatro de Octubre, los Colombianos votaron "no" al acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno. Y no será por falta de apoyo mediático a favor del acuerdo. Leyendo los artículos y encuestas previas al plebiscito ya sentía algo de wishful thinking (expresión que Marías dice, no es traducible al castellano) a favor del "sí", pero las noticias posteriores a la votación son lamentables. En el artículo principal sobre la votación, El País asegura en la primera línea que Colombia da "un salto al vacío" en lugar de "ser un ejemplo para el planeta". ¿Cómo se puede faltar al respeto de esa manera al pueblo colombiano? El ciudadano que votara "no", ¿Ya no es un ciudadano "ejemplar"? ¿Sólo por tener una opinión distinta a la de este periódico ya esta arrojando "al vacío" a su país? Por no hablar del gilipollas de John Carlin, que llama, con toda su cara y su poca verguenza, cobarde a James Rodríguez por no pronunciarse respecto a este tema, es decir, por dedicarse a hacer su trabajo, que es jugar al fútbol.

Este Carlin también aprovechó para meter cizaña a los británicos que votaron "sí" al Brexit. Otro caso en el que todas las encuestas daban ventaja a la opción políticamente correcta y acabó saliendo la contraria. Y a mí, que no me convence el tema de las casualidades, me está empezando a parecer que todo esto es sintomático de los problemas que crean las masas indignables. Estamos llegando a un punto en el que el ciudadano medio no se atreve a decir lo que piensa, ni siquiera en encuestas anónimas, y varios medios de comunicación ya están actuando como Policía del Pensamiento (ahora que lo pienso, la neolengua tampoco está tan lejos de ser una realidad).

Y aún mas importante que todo esto es que me he quedado sin libro que leer después de comprobar que no hay ningún Fedón en la biblioteca. No estaría mal revisitar 1984, pero, al paso que vamos, mejor me espero a protagonizarlo. Seguiré leyendo a Marías.